jueves, 7 de marzo de 2013

El caso Egbert


Y así fue como todo comenzo...

En 1979 James Dallas Egbert III era un muchacho de dieciséis años, viviendo una situación poco común para alguien de su edad. Era considerado un niño prodigio y cursaba estudios en la Universidad de Michigan, pero algo que para muchos sería considerado un gran logro, en su caso fue fuente de más de una desdicha.

Un día, simplemente desapareció de su dormitorio en la universidad sin dejar rastros, nadie sabía donde podía estar y The State News (un periódico universitario) hizo pública su desaparición en un artículo escrito por Michael Stuart. Fue luego de esto, que sus padres decidieron contratar a un investigador privado, de nombre William Dear. En base a sus investigaciones, Dear llego a formular, entre otras hipótesis, la posibilidad de que Egbert se hubiese perdido en los túneles subterráneos de la universidad durante una “partida de rol en vivo”. Pero Dear al principio de su labor de búsqueda no tenía ningún conocimiento acerca de D&D y de hecho los pocos amigos que tenía el joven en la universidad tampoco sabían de su experiencia como jugador en partidas de rol; esto es algo que el investigador fue armando en base a conjeturas y como una posible solución, el problema fue cuando esta hipótesis llego a manos de la prensa, donde fue recibida con los brazos abiertos.

Entre tanto, Dear siguió con su trabajo sin ver ningún resultado, era como si el joven se hubiese evaporado. Las cosas hubiesen seguido así de no ser por una particular intervención: la del propio Egbert. Días habían pasado de la repentina desaparición del adolescente, cuando William Dear recibió una llamada que lo dejo perplejo, el mismo estudiante que el buscaba, lo contactó telefónicamente para informarle que se encontraba en Morgan City. Dear, no tardo en ir a buscarlo y fue así como conoció su historia.

Efectivamente, Egbert había jugado D&D, pero nunca mientras estuvo en la universidad y esto definitivamente no tuvo nada que ver con su desaparición. El adolescente no estaba preocupado por ningún monstruo, ni tenía delirios ni nada por el estilo, lo que si tenía era una inmensa presión académica ejercida por sus padres a quienes el hecho de que su hijo fuera un joven brillante y a su edad estuviese recibiendo ya educación universitaria no les parecía suficiente. Además de eso sufría de depresión y estaba intentando reponerse de una adicción a las drogas. Fueron estos factores los que lo llevaron a intentar quitarse la vida el 15 de agosto de 1979, cuando se adentro en los túneles del campus, con una botella de metacualona. Pero su intento no dio resultado y cuando despertó al siguiente día abandono los túneles y fue a ocultarse a la casa de un amigo.

Durante varias semanas, huyo de sus padres y de la prensa, y se refugio en casas de amigos, quienes eventualmente terminaban por pedirle que se fuera, asustados ante las repercusiones legales que podrían llegar a enfrentar, por estar albergando a un menor reportado como desaparecido por sus padres.
Al quedarse sin lugares a los que acudir, Egbert partió hacia Nueva Orleans donde volvió a intentar suicidarse, esta vez con cianuro. Luego de fallar por segunda vez, abandono la ciudad y se instalo en Morgan City, en donde obtuvo un empleo en un campo petrolífero. Apenas cuatro días más tarde, se contactó con Dear quien fue a buscarlo para llevarlo de vuelta.
Fue en ese encuentro cuando el muchacho le revelo la verdad al detective y le pidió a Dear que ocultara lo que había ocurrido. Así fue como el investigador accedió a dejar al adolescente bajo la custodia de su tío, el Dr. Marvin Gross el 13 de septiembre de 1979.

El tiempo pasó y Dear no se preocupo por levantar las falsas elucubraciones de la prensa, ni contrarrestar los ataques que sufrían los juegos de rol, porque si lo hacía, debería estar dispuesto a revelar lo que realmente había sucedido.

Trágicamente, no muchos meses más tarde de lo acontecido, Egbert quitó la vida con un arma de fuego el 16 de agosto de 1980. Sólo cuatro años más tarde, Dear decidió contar la verdadera historia en un libro al que llamó “Dungeon Master”, publicado por Houghton Mifflin Harcourt. A pesar de su título, la obra exoneraba por completo a los juegos de rol, no habían sido estos la influencia perniciosa en la vida del joven, los monstruos no estaban dentro de ningún manual, sino afuera.

El circo mediático

En el medio de las infundadas críticas a D&D, alguien vio la oportunidad de convertir el enjambre de paranoia en un negocio rentable. Haciendo uso de una admirable velocidad, más que de un talento literario, la escritora Rona Jaffe vio una veta en el asunto y se apresuró a sacar “Monstruos y Laberintos” y lo publicó en septiembre de 1981 (cabe destacar que también ese mismo año salió a la luz “Hobgoblin”, una novela de temática similar escrita por John Coyne, pero cobró menos notoriedad).

No estoy muy segura que pinta el corazoncito ahí.


La trama es muy sencilla, si bien nunca se establece cuál es el problema mental en concreto que puede sufrir el protagonista (posiblemente esquizofrenia o alguna condición similar) si deja bien en claro que el hecho de practicar juegos de rol implica un problema de base que puede tener que ver con una forma ya de por si distorsionada de ver la realidad que es exacerbada por el juego hasta llegar incluso a provocar conductas autodestructivas e inclusive suicidio. Además, está el planteo del abandono de los juegos de rol como un paso necesario en todos los jugadores para llegar a la madurez y la vida adulta.

Sin comentarios...

Pero no nos engañemos, este libro no solamente nació en una controversia, sino que la engrandeció. Su propia autora llegó a declarar que se había apurado para que estuviese listo pronto y así evitar que alguien más le ganara de mano a la hora de escribir acerca del tema. Claramente, no se refería a un libro de investigación seria, a una novela realizada luego de haber consultado y averiguado propiamente acerca de la materia tratada, no señor, se refería a aprovechar la oportunidad de subirse al tren del morbo y la desinformación, que por lo que se puede ver la llevo camino al banco.

Cuando menos, este tiene una mini en la tapa.

Monstruos y Laberintos” tuvo tanta repercusión, que Thomas Radecki, un psiquiatra estadounidense conocido por su campaña en contra de la representación de escenas de violencia en los medios, llego a citar una carta ficticia que se encuentra en la obra como una “evidencia” de la habilidad de los juegos de rol para causar la muerte entre sus jugadores.
¡Temblad roleros!

Muchos dirán “después de todo, Robbie, el personaje principal ya tenía problemas desde antes, cualquier cosa podría haberlo llevado al límite, el juego sólo fue un catalizador”. Ante lo cual dejen que les responda, el juego fue EL CATALIZADOR que la autora puso en el lugar de lo peligroso, de lo inmaduro, de la puerta que no debe abrirse y lo hizo A PROPÓSITO para poder sacarle un rédito económico inmediato. Y con esto para nada estoy diciendo que esta mal que un autor aproveche el nicho de un mercado literario, pero en esta situación estamos hablando de tomar un hecho grave y explotar todo el sinsentido e ignorancia que se puede generar alrededor. 
¿Podría haber hablado con alguien que efectivamente jugase D&D? Sí, lo podría haber hecho. 
¿Podría haber ofrecido una visión distinta y positiva, hablado de cooperación, trabajo en grupo y de favorecer la sana imaginación? Sí, por supuesto que podría haberlo hecho, pero a todas luces, hay momentos en que lo ético no da dinero y hay que pagar las cuentas.

Como coralario les cuento que la “Fundación Rona Jaffe” posee un programa que dedicado a buscar y ofrecer apoyo a escritoras y todos los años selecciona a seis mujeres para entregarles a cada una, la suma de 30.000 dólares para que continúen con su aporte a la cultura y la sociedad.
En caso de que algún futuro gran escritor/a nos este leyendo, por favor, den todos los premios que quieran, hagan donaciones a bibliotecas, lo que ustedes prefieran, pero por favor, por favor se los pido, tengan siempre en cuenta que no hay apoyo más valioso a la cultura y la sociedad que ofrecer información digna el público no es algo que debería manipularse para
que unos engorden la cuenta bancaria y otros se aterren con el sensacionalismo. 

Excelentes historias pueden escribirse sin ensuciar a nada ni a nadie, sin fomentar la ignorancia y sin tomar algo que desconocemos para crear un pánico a su alrededor y por una vez, dejemos al morbo en el lugar en que corresponde: en las historias de zombis.

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